Para una sociedad, como la argentina, que se considera a sí misma “amplia” y “para nada racista”, basta una palabra para poner en claro los límites de esa noción: negro.
El uso peyorativo del término, que viene de la colonia y continúa en las clases “medias” y “altas”, es una prueba más que suficiente. Pero, además, el tratamiento histórico de la población de origen africano y sus descendientes (a pesar de lo mucho que se ha investigado y publicado en las últimas décadas) sigue mostrando una de las formas del racismo: la negación o desvalorización de su presencia y del papel que jugaba en la sociedad, el ocultamiento de la explotación, la negación de la dignidad más elemental a la que se veía sometida, y desde ya, el esconder bajo la alfombra los datos sobre las riquezas que se acumularon a costa de la esclavitud de los seres humanos de origen africano. Se trata de hacer desaparecer toda una historia, silenciarla, volverla invisible o, como dice el arqueólogo urbano Daniel Shávelzon, “transparente”.
Ya el primer paso en este ninguneo histórico se dio durante los orígenes mismos del tráfico de esclavos, cuando para someterlos se les negó toda particularidad humana que no fuese el color de piel. Así como los conquistadores convirtieron en indios a los pueblos originarios de América, la gran diversidad nacional, idiomática, cultural y política de los habitantes del África subsahariana fue suprimida de un plumazo para convertirlos en negros, “infieles” a los que las bulas papales autorizaban a esclavizar y emplear a modo de “animales de trabajo”. Una pregunta recurrente es cómo, de una sociedad que a comienzos del siglo XIX tenía entre el 30 y casi el 60 por ciento de población descendiente de africanos, según las regiones, pasamos a fines de ese mismo siglo e inicios del siguiente a la “desaparición de los negros”, que ya por entonces señalaban tanto quienes se alegraban de ella como quienes la lamentaban. Se estima que a comienzos del siglo XX, apenas entre el 2 y el 3 por ciento de la población argentina reconocía su ascendencia africana.
Tradicionalmente se dan como principales causas su exterminio, como “carne de cañón”, en las guerras de la Independencia, las civiles que vinieron luego y, en particular, la del Paraguay (1865-1871), a lo que se sumaron las epidemias de cólera (1861) y de fiebre amarilla (1871) que provocaron gran mortandad entre los más pobres, incluidos los afroargentinos.
Aunque ambas causas tuvieron un papel importante, hay otras de las que suele hablarse bastante menos y que ocultan la herencia racista de la Argentina. En esa sociedad donde, supuestamente, “los esclavos eran bien tratados por sus amos”, hay dos datos que llaman poderosamente la atención de los investigadores: la baja tasa de natalidad entre la población de origen africano, tanto esclava como liberta, y su altísima tasa de mortalidad, no solo como producto de guerras o brotes epidémicos, sino en situaciones “normales”. Las razones tienen que ver con el grado de explotación a que se veían sometidos, las restricciones a su libertad (incluso en el caso de los libertos) y, en consecuencia, las pésimas condiciones de vida. Para tener una idea, más de quince años después de la “libertad de vientres”, la mortalidad de los recién nacidos entre la población de origen africano casi duplicaba la de los “blancos”, alcanzando en 1828 la pavorosa cifra del 44,24 por mil. Pero, además, la natalidad era muy baja, incluso en comparación con otras sociedades latinoamericanas. Los amos evitaban a toda costa el casamiento de un esclavo, al igual que el embarazo de una esclava, con el argumento de que esto le impedía “prestar todos los servicios para que fue comprada”, además del riesgo de morir en “un mal parto”. En esa sociedad racista, a los amos les resultaba más “económico” reemplazar con nuevas importaciones de seres humanos la escasez de nacimientos y la alta proporción de muertes. Una prueba de ello es que el padrón levantado por orden del director Alvear en 1815 mostraba que más del 70 por ciento de los negros que habitaban entonces en la campaña bonaerense eran nacidos en África, es decir, esclavos traídos recientemente. Hasta comienzos del siglo XIX, cuando los Álzaga, Sarratea o Martínez de Hoz podían seguir trayendo “piezas de Indias” desde África y Brasil, su proporción en la población rioplatense se mantuvo alta.
Pero a partir de 1807 los ingleses tomaron medidas para impedir el tráfico internacional de esclavos. Sus motivos no eran para nada humanitarios.La política británica de cortar el tráfico negrero, para generalizar la explotación más “racional” del trabajo mediante el salario, y desde 1813 el fin de la trata (implícitamente incluido en el decreto de la Asamblea General Constituyente) llevaron a que en las décadas siguientes la presencia africana empezara a mermar aceleradamente en las para entonces Provincias Unidas.
Sobre esa realidad actuaron las guerras que casi acabaron con la población africana masculina, las grandes epidemias de la segunda mitad del siglo XIX y, por falta de hombres de la propia comunidad, un mayor “mestizaje”. En una sociedad que mantenía sus rasgos racistas, donde los negros tenían más que limitado su acceso a la educación, a los cargos administrativos y políticos y, en general, a toda forma de “sociabilidad” que no fuese la de sus propias instituciones de ayuda mutua, como las “naciones” organizadas por descendientes de africanos, que tuvieron un gran desarrollo en Buenos Aires entre fines del período rivadaviano y la caída de Rosas, fueron las primeras asociaciones de “socorros mutuos” de nuestro país. Además de reunir fondos para comprar la libertad de esclavos, ayudar a viudas, huérfanos y enfermos, estas sociedades mantuvieron el acervo cultural afroamericano, en sus “tangos” y “candombes”. Muchos de sus descendientes se fueron “acriollando”, en la mayoría de los casos negando u olvidando su herencia africana.
Y aunque muchos argentinos lo olvidemos a diario, zamba, milonga y tango (por no hablar de malambo, kilombo o candombe) son voces afroamericanas, como el origen de esas músicas, tan argentinas como nuestra morocha.
*Felipe Pigna, historiados argentino y docente universitario (UBA).
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